Al-Qanṭara XLII (1)
Enero-Junio 2021, e13
eISSN 1988-2955 | ISSN-L 0211-3589

Isaac Donoso

Universidad de Alicante

El segundo volumen de la colección «Iberia & Berbería», dirigida por Juan Carlos Villanueva dentro del Seminario de estudios árabo-románicos de la Universidad de Oviedo, reúne un valioso elenco de aproximaciones en torno a la expulsión de los moriscos. Tema poliédrico, debatido y, probablemente, malversado a lo largo de los siglos, las últimas décadas han visto florecer una actividad inusitada para lograr entender uno de los fenómenos decisivos de la historia de España. Bernard Vincent reúne bajo el título Comprender la expulsión de los moriscos, algunas contribuciones presentadas en el encuentro L´expulsion des morisques. Quand? Pourquoi? Comment?, celebrado en París en julio de 2009, cuarto centenario del inicio del proceso político. Como reza el colofón, la obra se da a la estampa tarde sed tuto.

Ciertamente, a pesar de los años transcurridos desde la exposición de los trabajos, los autores se cuidan de actualizar las referencias (muchos de ellos así lo indican en nota inicial), y ofrecen claves novedosas para esclarecer la hermenéutica del título. Bernard Vincent delimita en la introducción las principales líneas que, en su opinión, deben guiar la interpretación del acontecimiento: «[…] le terme génocide doit être absolument banni des études morisques» (p. 17); «souligner que “les désirables” ont été maintenus et d’ainsi indiquer ce qui sépare l’épuration ethnique du génocide contrairement à la confusion entre les deux termes» (p. 20) ; y «L’ethnocide fut dès lors accompli au prix de la déportation de près de 300.000 personnes» (p. 22). Analizando los planteamientos expuestos en el libro de Rodrigo de Zayas, Los moriscos y el racismo de estado. Creación, persecución y deportación (1499-1602) (Córdoba, Almuzara, 2002), Vicent afirma la impropiedad de hablar de genocidio o racismo de estado, y el riesgo de emplear neologismos como «limpieza étnica». Sin embargo, subraya el concepto de «etnocidio» como más ajustado para explicar la deportación sufrida por miles de personas en España a comienzos del siglo XVII, «la plus grande migration religieuse de l´Europe moderne» (p. 15). Al mismo tiempo, también delimita recepciones modernas del discurso tradicional, como la esgrimida por Serafín Fanjul en obras como La quimera de al-Andalus (Madrid, Siglo XXI, 2004): «Que le volume ait suscité l´enthousiasme de la presse de l´extrême-droite n´a rien de surprenant» (pp. 14-15).

El lector se enfrenta por lo tanto a una obra que trata materia compleja, manida y malversada, cuando no silenciada, a la que se intenta dar respuesta colectiva con el rigor que exigen las actuales ciencias humanas, y atendiendo a la pregunta esencial: «qui étaient les morisques ?» (p. 15). Para ello se divide el volumen en tres partes: I) En el corazón de las comunidades moriscas; II) La expulsión: por qué y cómo; y III) Rehacer su vida después de la expulsión. Cierra el libro, «A manera de epílogo», el trabajo de Borja Franco Llopis sobre la propaganda filipina construida y recreada en el arte efímero, atendiendo especialmente a la colección de la Fundación Bancaja, donde se justifica un «constructo visual de la alteridad» (p. 570), incidiendo en el color de la piel, las vestimentas y los felices bailes antes de partir, frente «a la imagen en primer plano de un padre arrodillado despidiéndose de su hija en el puerto de Valencia» (p. 572).

La primera parte analiza en cinco capítulos el funcionamiento de las comunidades moriscas. Podemos así conocer la organización de las élites y su capacidad para dirigirse a las autoridades y detentar cargos o reclamarlos. Con la imposición de una fiscalidad discriminatoria, los granadinos logran un sistema jurídico que les inhibe, de algún modo, de exigencias religiosas, a costa de continuos servicios que empobrecen a la comunidad, pero enriquecen a unos pocos: «El liderazgo que ejercieron entre los suyos no obedeció, exclusivamente, al sentimiento de pertenecer a una misma nación, o a sentimientos altruistas. Como ya sabemos, la mediación les supuso el disfrute de innumerables mercedes» (p. 43). Así se ve en el trabajo “Más fe que farda” de Amalia García Pedraza.

Una de las comunidades moriscas más singulares es la del ducado de Gandía, agrícola y costera, frente a las tradicionales comunidades valencianas de montaña e interior. Santiago La Parra estudia el exitoso proyecto económico de los Borja con la explotación de la caña de azúcar, y el imprescindible concurso de los moriscos. Todo lo cual le lleva a revisar la tesis de Manuel Ardit sobre la condición depauperada de los cristianos nuevos, para señalar que: «resulta aún muy arriesgada la afirmación de que los moriscos, en general y sólo por el mero hecho de serlo, constituyeran una minoría marginada también económicamente» (p. 81). La agricultura no sería la única y exclusiva fuente de ingresos, ni todos los moriscos valencianos serían pobres campesinos sin capacidad económica.

Es en la segunda parte del siglo XVI cuando parece que, según las conclusiones de Jorge del Olivo Ferreiro en Los moriscos aragoneses y su integración”, se empieza a confeccionar «un traje a medida de los anhelos [de…] quien quiso deslumbrar al mundo con la expulsión de los moriscos de sus reinos» (p. 104). Desde teorías quintacolumnistas fomentadas cerca de la Corte, a los constantes autos de fe por apostasía de la Inquisición y el papel jugado por buena parte de la Curia, se va produciendo la disociación entre cristianos viejos y nuevos, es decir, como operación política a alto nivel frente al natural desarrollo de las comunidades locales: «La conclusión a mi parecer parece clara: se había recorrido una buena parte del camino de la integración, de la incorporación o de la asunción del morisco […] como parte del cuerpo social de la comunidades locales en las que estaba inserto» (p. 99). Pero todo ese proceso social y cultural se vino abajo con la Guerra de las Alpujarras.

Las consecuencias para un señorío como Vélez bajo los Fajardo de la expulsión granadina de 1570, la segunda expulsión de 1584, y la definitiva de 1610, es estudiada con enorme profusión de datos y nombres por Dietmar Roth. Podemos así entender las múltiples labores y servicios proveídos por los moriscos, en calidad de criados o esclavos, a sus señores cristianos. Se estudia también con detalle el régimen de esclavitud de muchos adultos y niños tras 1570: «La Guerra de las Alpujarras ofreció una magnífica oportunidad para hacerse con un valioso botín humano por parte de capitanes y soldados de las huestes cristianas. Se calcula que entre 20.000 y 30.000 personas fueron esclavizadas entre 1570-1580» (p. 119). Matrimonios endogámicos y diferentes estrategias legales permitieron a algunos pocos moriscos velezanos, al servicio de sus señores, ir sorteando las sucesivas expulsiones.

Tras la primera expulsión, las élites granadinas tuvieron que ejercer sus actividades mercantiles y políticas en ciudades castellanas, como el caso de Lorenzo Hernández el Chapiz, que vivía en Baeza y controlaba una densa red de mercaderes moriscos de la seda (p. 178). En Negociando la excepción: los moriscos de Castilla ante la presión fiscal”, M. F. Fernández Chávez y R. M. Pérez García estudian el situado dado a la Inquisición por los moriscos castellanos frente a la farda de los granadinos, y las transformaciones sociales para equiparar la imposición fiscal.

La segunda parte del volumen está formada por seis capítulos, comenzando con una aproximación historiográfica del concepto de «quinta columna» atribuido a la comunidad morisca. J. F. Pardo Molero estudia las fugas constantes de población morisca valenciana, y las duras medidas para evitar el transfuguismo por lesa majestad. Como traidores al rey, las autoridades castigaban las evasiones que, poco a poco, iban decayendo hasta el siglo XVII, cuando la atención se centre en conspiraciones cerca del imperio otomano o la monarquía francesa. Un memorial firmado por Hamete de Segorbe fue enviado al rey de Francia como muestra de sometimiento y lealtad. La conclusión es inmediata: «Si los moriscos inquietaban más como conspiradores que como emigrantes, es lógico que el peligro que representaban se analizara bajo la óptica de la razón de estado» (pp. 224-225).

La acelerada degradación cultural sufrida por la comunidad morisca en la segunda mitad del siglo XVI se ve reflejada en la sustitución cada vez más común de los nombres árabes. El proceso de expulsión de los granadinos «costó la vida a alrededor del 20 al 25 % de la población morisca en un desplazamiento propio de ganado trashumante» (p. 260). La encomendación de los granadinos era prácticamente en régimen de esclavitud, y algunos son herrados: «Como anagrama de la palabra “esclavo”, algunos hombres y mujeres tienen herrado en la frente “una S y un clavo”» (p. 263). Gonzalo Carrasco García estudia de este modo los avatares onomásticos de los moriscos granadinos, y la adopción e imposición de nombres castellanos que van sustituyendo los originales árabes.

Ciertamente la conversión forzosa había sido una práctica empleada ya por Sisebuto a comienzos del siglo VII contra los judíos. A pesar de la oposición de la Iglesia a las conversiones forzosas, una vez producidas, se debía velar por los nuevos cristianos. Para Duns Scoto, si esa primera generación de forzados no llegaba a ser de buenos cristianos, sin duda sus descendientes sí lo serían: «si les convertis ne son pas sincères, leurs descendants, au bout de trois ou quatre générations, seront de bons chrétiens» (p. 280). En el capítulo «Sisebut et les morisques» Isabelle Poutrin señala los debates existentes en el siglo XVI sobre la legitimidad de las conversiones y el peligro político morisco, y la figura de Sisebuto en la construcción legal, ajustada a derecho canónico, de la validez de las conversiones forzosas. Para los teólogos tomistas, la expulsión «devait réparer l’erreur que les Rois Catholiques avaient commise en convertissant les musulmans de Grenade au lieu de les expulser» (p. 301). La expulsión llegaba tres o cuatro generaciones más tarde. Consecuentemente, el medio «menos sangriento y más puesto en raçon es hechallos de hespaña» (p. 298).

De este modo se fue fraguando en las altas esferas políticas de la monarquía la idea de una comunidad inasimilable, apóstata y peligrosa para la estabilidad de los reinos. La razón de estado exigía la expulsión, y así se fue configurando desde comienzos del siglo XVII en el entorno del rey. Jorge Gil Herrera estudia la tentativa frustrada de expulsión de 1601-1602, ante la imposibilidad de conquistar Argel, y la debilidad de las fronteras marítimas del Mediterráneo. Es el momento en que el patriarca Juan de Ribera redacta memoriales pidiendo la expulsión de los valencianos en un primer momento (p. 321), para después retractarse (p. 324). La embajada del rey de Cuco en 1602, con una nueva posibilidad para conquistar Argel, permitió aparcar la expulsión de los moriscos, pues el duque de Lerma expuso «el inconveniente de echar a los moriscos en Argel habiendo de yr sobre Argel» (p. 326).

No obstante, la expulsión se confirmaría a partir de 1609, cuando los moriscos tuvieron que responder de forma inmediata no sólo a los decretos políticos, sino también al interés económico y desprecio social de sus convecinos. Lo cierto es que el clima alborotado y de desasosiego produjo una serie de medidas proteccionistas para agilizar la salida y evitar altercados y robos. A los moriscos se les ofrecía un entorno sufrible para realizar el embarque voluntario, al menos como propaganda. El embarque se hizo también en gran número en fletes privados, y las fuentes describen que el viaje no solía ser halagüeño: «En él se revelan cansados, enfermos por las condiciones de hacinamiento en las que venían embarcados, dolidos por la pérdida de su patria y confusos por un destierro que no comprendían» (p. 348). Manuel Lomas Cortés termina su capítulo sobre el destierro morisco atendiendo al devenir de aquéllos que se resistieron a la expulsión, rebelados, remontados o retornados. Una aproximación similar realiza Michel Boeglin para los moriscos de Castilla, teniendo Sevilla como estudio de caso.

Finalmente, la tercera parte del volumen analiza en cinco capítulos el destino de los moriscos tras la expulsión. En tres meses desde el 22 de septiembre de 1609, cien mil moriscos valencianos fueron deportados a las riberas del reino de Tremecén en el norte de África. Su llegada parece que se produjo de forma desconcertante, incluso para las propias autoridades de los presidios de Orán y Mazalquivir (p. 398). Felipe Ramírez de Arellano, gobernador de las plazas, recibe la primera carta con instrucciones el 14 de octubre. La idea era alejarles hacia el interior, pero en enero de 1610 el gobernador no puede sino dar parte de los sucesos de ese triste invierno: «se tiene por çierto que de los moriscos que han desembarcado en este reyno an muerto alli y en otros lugares y campaña mas de la mitad y muchos de los que an quedado no se acavan de desengañar de que se les ha de dar liçencia para poder volver a españa» (400). Ciertamente el empleo de fuentes de archivo es común en todos los trabajos incorporados al volumen, como en este detallado estudio de Los moriscos en Berbería” firmado por Beatriz Alonso Acero.

Se plantea, por lo tanto, al hilo de la anterior declaración de Ramírez de Arellano, la españolidad de los moriscos. Nada más inesperado que la cerámica tunecina para calibrar el grado de españolidad de las técnicas introducidas por los moriscos en Túnez. Pues, en efecto, la historiografía tradicional siempre se ha apresurado a señalar la influencia secular andalusí llevada al país africano por los deportados peninsulares, sin reparar en las concomitancias técnicas y estilísticas de los motivos propiamente renacentistas y escurialenses, como demuestra Clara Ilham Álvarez Dopico.

De igual manera sorprende la carrera de Alfonso López, personaje extraordinario en todo concepto que logra ser una de las personas más influyentes del París del siglo XVII. Comerciante de joyas, espía y confidente de Richelieu, su sorprendente ascenso como exiliado morisco es descrito en el trabajo de Youssef El Alaoui y L. F. Bernabé Pons.

Por último, los dos capítulos que cierran esta sección atienden a los casos estipulados en los bandos de expulsión para regular las excepciones, para permanecer legalmente en España. Toda la casuística es descrita por François Martínez en su texto, mientras que F. J. Moreno Díaz del Campo estudia el caso particular de los moriscos del Campo de Calatrava, diferenciando las estrategias jurídicas de mudéjares antiguos y granadinos.

En resumen, la obra Comprender la expulsión de los moriscos de España se configura como una excelente puesta al día de nuevas líneas de aproximación a la luz de numerosísimo material de archivo, con una cuidada selección de contribuciones por parte del editor y una excelente impresión en tipos, papel y formato por la Universidad de Oviedo. Son muy pocas las erratas que hemos podido detectar -solicitarán por solicitaran (p. 38); hasta qué por hasta que (p. 39); Qurtuba por Quturba (p. 46); Pastrana por Pastraña (p. 339); por ellos en lugar de por los ellos (p. 526); la guerra por al guerra (p. 564)-, todo lo cual eleva la excelencia del volumen.