Al-Qanṭara XLIV (2)
julio-diciembre 2023, e25
eISSN 1988-2955 | ISSN-L 0211-3589
https://doi.org/10.3989/alqantara.2023.025

RESEÑAS

Susana Calvo Capilla

Universidad Complutense de Madrid

https://orcid.org/0000-0003-2039-8944

Antonio Almagro Gorbea (ed.), Arquitectura saʿdí. Marruecos 1554-1659, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2022, 597 pp.

Arquitectura saʿdí. Marruecos 1554-1659, editado por Antonio Almagro, recoge doce trabajos realizados por un amplio equipo de investigadores en el marco de un proyecto de investigación nacional titulado «Arquitectura Saʿdí. La pervivencia de al-Andalus en el Magreb» (HAR 2014-53006-P), si bien la aproximación a las construcciones de la dinastía saʿdí, centrada en el palacio al-Badīʿ, se había iniciado años antes.

Los trabajos que componen este grueso volumen abordan un coherente y bien articulado conjunto de temas donde se expone toda la riqueza arquitectónica del período saʿdí en la que fue capital de la dinastía, Marrakech. El libro arranca con un panorama histórico redactado por una de las máximas especialistas en el período, Mercedes García-Arenal: “La dinastía saʿdí. Una dinastía de jerifes en el Marruecos premoderno”. El lector puede así situarse en el complejo siglo XVI, en un Mediterráneo ampliamente dominado por dos grandes imperios, el español y el otomano, en tanto que en el Magreb se abría paso un nuevo poder. La fecha de 1578 marcará el inicio del apogeo de la dinastía saʿdí, cuando tras la victoria en Alcazarquivir sobre Portugal asciende al trono Muley Aḥmad al-Manṣūr (m. 1603). Su acercamiento a las potencias europeas en detrimento de la presencia peninsular no puede hacer olvidar que al-Andalus, aunque desaparecido, seguía presente al otro lado del Estrecho no solo a través de su herencia cultural y artística y del gran número de moriscos allí desplazados, sino también por las virtuales pretensiones territoriales de los sultanes saʿdíes sobre la península ibérica.

En el segundo capítulo, Antonio Almagro se centra en “La arquitectura del poder, el palacio al-Badīʿ de Marrakech”. Inicia su extenso artículo (pp. 32-173) haciendo un balance del estado de los escasos estudios modernos de la arquitectura saʿdí y de la trascendencia que este período tuvo en el contexto magrebí. Una de las aportaciones más valiosas de su trabajo sobre el terreno es el extraordinario repertorio de planimetrías, modelos tridimensionales y reconstrucciones de los monumentos de Marrakech. A pesar de las dificultades en el desarrollo de la investigación y de la incertidumbre que plantea el presente y futuro de reconstrucciones y reparaciones masivas para la conservación de los restos antiguos, o quizá precisamente por esta coyuntura, los resultados del trabajo de este equipo son de un enorme valor y quién sabe si podrán ayudar también a reconstruir o reparar algo de lo derrumbado por el trágico terremoto del 8 de septiembre de 2023.

La construcción del palacio al-Badīʿ se desarrolló sobre una parte de la alcazaba almohade entre 1594 y 1602, bajo las órdenes de Aḥmad al-Manṣūr. Su existencia, no obstante, fue efímera, puesto que el sultán alauí Mulay Ismāʿīl (1672-1727) se encargó de su destrucción. Aparte del minucioso análisis de los restos arquitectónicos, el autor se ayuda de la información aportada por las fuentes escritas, tanto de autores europeos como magrebíes (al-Fištālī y al-Ifrānī), y por las gráficas, en forma de planos y vistas, para proponer una reconstrucción del complejo palatino. Almagro aborda el análisis de las estructuras, de su decoración, así como del sistema de cubiertas y de la infraestructura hidráulica de salones y jardines. En su hipótesis de reconstrucción tiene un papel muy elocuente el color, ingrediente relevante en la arquitectura del poder. Alicatados murales y de pavimento, soportes en forma de columnas, techumbres y cubiertas se caracterizaban por ser ampliamente polícromos. Se detiene en un elemento especialmente atractivo: la posible existencia en el Salón oriental, o al-qubba al-zuǧǧāǧiyya, según la descripción de al-Fištālī, de una cubierta luminosa cerrada con vidrios de colores (pp. 121-128). El nombre podría referirse a la presencia de un friso de ventanas cerradas con vidrios de colores o bien a que una parte de la cubierta tuviera una celosía similar a la del mirador de Lindaraja en la Alhambra. Se mencionan los precedentes de bóvedas caladas como posible origen de la idea, enriquecida al colocar los vidrios. El término zuǧāǧ aparece ya en época omeya cuando los autores árabes describen superficies recubiertas de mosaicos de vidrio polícromos o de cerámica vidriada. Pero el ejemplo que me viene a la cabeza, anterior a la «vidriera» de Lindaraja, es el de los arcos encontrados en el convento de Santa Fe de Toledo, procedentes de uno de los palacios del rey de la Taifa de Toledo, de mediados del siglo XI. Allí, los vidrios polícromos dispuestos entre tramas geométricas de yeso decoraban no solo los muros sino también el intradós de los arcos, los cuales, gracias a la incidencia de los rayos de luz y de los reflejos de las fuentes, irradiarían luz multicolor. Acaba el autor su análisis mediante un repaso de los modelos áulicos usados por la dinastía saʿdí en Marrakech. A falta de conocer los palacios meriníes, hoy desaparecidos, los modelos más directos los encontramos en el siglo XIV, en el reino nazarí de Granada, en lugares como la Alhambra o el Cuarto Real de Santo Domingo, y en El Cairo mameluco, donde sobresalía el gran īwān de la ciudadela.

Complementa el estudio de Almagro el siguiente capítulo, “Qaṣr al-Badīʿ, el otro palacio-poema del mundo. Poesía áulica y arquitectura en época saʿdí”, dedicado a las composiciones poéticas compuestas y recogidas por dos personajes de la corte, al-Fištālī (ministro y cronista) y al-Maqqarī, así como a los poemas que un día decoraron los muros del palacio al-Badīʿ, compuestos por cuatro poetas del Dīwān al-Inšāʾ. En palabras de su autor, José Miguel Puerta Vílchez, este conjunto palatino fue, al igual que la Alhambra, una arquitectura parlante, un palacio-poema del que conocemos dieciséis casidas de las algo menos de dos centenares que cubrían paredes y cortinas bordadas. El artículo comienza con una semblanza del impulsor de la construcción, el sultán Aḥmad al-Manṣūr, al que el cronista áulico atribuye el diseño y la dirección de las obras, algo justificado por sus conocimientos de matemáticas y geometría. Se trataba de un soberano erudito que se rodeaba asimismo de sabios, repitiendo un patrón habitual entre los grandes soberanos de los periodos precedentes. La lectura de las extensas casidas que decoraban los salones principales del palacio, traducidas y analizadas por el autor, ponen de relieve la continuidad de esa fructífera asociación de palabra y arquitectura tan presente en al-Andalus.

El cuarto capítulo se ocupa de la arquitectura militar: “La arquitectura del poder. Las fortificaciones”. A. Almagro estudia el catálogo de fortificaciones construidas por los sultanes saʿdíes en Larache, Fez y Taza. Lo más reseñable son los baluartes construidos en Larache y Fez según los modelos europeos de la época, que recogían las innovaciones introducidas en la poliorcética (bastiones pentagonales) para adaptarse al uso de las armas de fuego plenamente implantadas en el siglo XVI. La lectura que hace el autor de estas construcciones, frente a las que simplemente reforzaban recintos anteriores, es que respondían más a un intento de ostentación o exhibición de fuerza que a una necesidad real.

Los cuatro siguientes capítulos están centrados en la arquitectura religiosa. Alfonso Jiménez plantea en su estudio -“Mezquitas de Marrakech: de lo almohade a lo saʿdí”- el peso de la tradición almohade en la construcción de las mezquitas saʿdíes. Hay que tener en cuenta, señala, que las aljamas de los califas unitarios seguían en uso en el siglo XVI, de manera que estas no solo representaban un modelo prestigioso del pasado, sino que constituían un modelo presente, más si cabe en Marrakech, que fue la capital almohade. A ello debe sumarse que la arquitectura religiosa suele ser más conservadora que la palatina o la militar y sus modelos de prestigio perviven inalterados durante más tiempo. Inicia Jiménez su análisis con unas sinceras reflexiones a propósito de las dificultades que entraña el estudio de los edificios religiosos en Marruecos, tanto para los de fuera como para los de dentro, una afirmación plenamente compartida por muchos investigadores, entre los que me cuento. Igualmente interesante es el examen de la mezquita de Ben Ṣālih, uno de los escasos restos meriníes en Marrakech, con un curioso ejemplo de espacio de oración femenino vinculado a un mausoleo situado en el ángulo noroeste del patio.

Iñigo Almela firma los tres siguientes capítulos. Los temas abordados centraron la tesis doctoral del autor y han sido objeto de una espléndida monografía publicada prácticamente a la par que este libro: Arquitectura religiosa Saadí y desarrollo urbano (Marrakech siglos XVI-XVII) (Granada 2022). La primera de las contribuciones está dedicada a “Dos complejos sociorreligiosos en torno a mezquitas”, las de al-Muwassin y Bāb Dukkāla. La principal aportación del trabajo es plantear el análisis de ambos oratorios en relación con un entramado urbano coherente, lo que le permite identificar un conjunto de edificios proyectados de manera simultánea a la mezquita, agrupados en su entorno y con funciones complementarias o dependientes. El caso de estas dos mezquitas de época saʿdí representa un importante eslabón en la evolución de la arquitectura religiosa y su relación con la vida urbana, y hace suponer que ese tipo de complejos sociorreligiosos debió de surgir con anterioridad, quizá en época meriní, al igual que se repetían por esas fechas en otros lugares del mundo islámico. Desde el punto de vista metodológico el estudio es asimismo innovador puesto que ha requerido un minucioso examen del conjunto de edificios en ecosistemas urbanos de gran fragilidad debido a las transformaciones y destrucciones periódicas. La alerta del autor ante la desaparición reciente de ciertos elementos del conjunto se muestra ahora claramente premonitoria, tras el último devastador terremoto. Sus planimetrías y fotografías cobran por ello especial valor.

El segundo de los artículos de Almela está dedicado a “La madraza Ibn Yūsuf de Marrakech”, un edificio bien conocido y del que se han publicado numerosos estudios.

Tras un breve estado de la cuestión, el autor aborda las discrepancias de las fuentes escritas a la hora de establecer la fecha de construcción y acude a las inscripciones conservadas en el propio edificio, que concuerdan en atribuir esta institución dedicada a la docencia y la formación al sultán ʿAbd Allāh al-Ġālib (1557-1574). A continuación, hace un análisis del barrio en el que se levanta, donde se hallaba la mezquita aljama de los almorávides, de cuyo fundador, ʿAlī ibn Yūsuf, viene su nombre. La detallada descripción del edificio, acompañada de una cuidada planimetría y de numerosas fotografías, permiten al autor señalar algunas características constructivas, de las que sobresale la racionalidad de su planta, y sus modelos arquitectónicos.

El tercer capítulo de I. Almela se centra en “Las zawāyā saʿdíes de Marrakech”. En él aborda el estudio de un tipo de institución religiosa menos estudiada en el Occidente islámico y, por ello, constituye una relevante aportación no solo desde el punto de vista de los restos materiales sino también por su incursión en los textos contemporáneos que permiten calibrar la importancia religiosa y social de estas instituciones piadosas. El marco histórico-religioso que ofrece al inicio del capítulo -y que apenas es resumido en la monografía antes mencionada-, así como la aclaración terminológica y la definición de zāwiya constituyen un buen punto de arranque para entender la singularidad y complejidad de funciones de esta institución religiosa en el Magreb, así como su enorme desarrollo a partir del siglo XIV. Son dos las zawāyā estudiadas, de Sīdī al-Ǧazūlī y de Sīdī Yūsuf ibn ʿAlī, de especial valor arquitectónico y con mucha presencia en la vida urbana dada su condición de complejos sociorreligiosos asociados a tumbas especialmente veneradas. El análisis minucioso de su arquitectura hace posible, asimismo, una aproximación a la tipología de estas instituciones.

El siguiente capítulo está dedicado a la “Restauración de las Tumbas Saʿdíes”, firmado por Faissal Cherradi, que en su momento fue Inspector de Monumentos Históricos de Marrakech. La necrópolis real de la dinastía saʿdí salió a la luz en 1917 y desde entonces se han hecho varios estudios. Tras una descripción del conjunto funerario, iniciado en 1557, el artículo aporta nuevas planimetrías y expone los distintos tratamientos usados en la restauración de cubiertas de madera, yeserías, mármoles y alicatados.

Hasna Hadaoui, Aicha Gantouri y Aba Sadki abordan a continuación el estudio del baño asociado al complejo de Bāb Dukkāla: “Approche historique et archéologique d’un ḥammām saadien au Maroc: le ḥammām Bāb Doukkāla a la médina de Marrakech”. Presentan su marco histórico en primer lugar, para analizar después las distintas partes del edificio, especialmente bien conservado. Es de hecho uno de los más admirados de Marrakech por su tamaño y la calidad de su arquitectura, según los autores.

En el penúltimo capítulo, “La carpintería de lazo en Castilla y Marruecos”, Enrique Nuere expone una serie de precisiones técnicas que permiten diferenciar las armaduras de par y nudillo saʿdíes de las construidas en Castilla. Propone, asimismo, el autor una hipótesis sobre la introducción de la decoración de lazo (y las estrellas de ocho puntas que la generan) en las armaduras tradicionales de la Península, usadas ya en época hispano-visigoda.

La última contribución es la firmada por Mila Piñuela, dedicada a las bóvedas de mocárabes. Lejos de ceñirse a un estudio de las construidas en época saʿdí, como dice el título, el artículo explica cómo se diseñaron y cómo se construyeron las bóvedas de mocárabes en el Occidente islámico y cuáles son las diferencias con respecto a las levantadas al otro lado del Mediterráneo. La lectura de este capítulo supone un apasionante reto para el lector al tiempo que constituye un ejemplar ejercicio de claridad expositiva por parte de la autora. Texto y figuras permiten seguir la evolución de las composiciones, desde Oriente, lugar en el que nacieron los mocárabes, construidos fundamentalmente en piedra y ladrillo, hasta el Magreb y al-Andalus, donde se fabricaron en yeso y madera. Pero no fue el material lo que realmente las diferenciaba. Arranca la autora en los tratados teóricos, uno oriental (al-Kāšī) del siglo XV y dos peninsulares de carpintería de lo blanco del siglo XVII (el de fray Andrés de San Miguel y el de López de Arenas), para seguir con un análisis minucioso de varias bóvedas occidentales, todo lo cual le permite ir desgranando la forma en que se construían unas y otras. Partiendo de unos elementos básicos comunes (seis prismas en principio), lo que cambia es la estructura y la manera de disponerlos. Frente a la colocación en hiladas horizontales en Oriente, en el Magreb se disponen de manera vertical, en anillos y con ayuda de las «medinas» («filetes que van culebreando por sus adarajas» en palabras de Arenas), un elemento que no existe en las primeras. En sus palabras finales se plantea la autora dos últimas preguntas, de las cuales solo intenta responder a una, el porqué de la disposición vertical de los mocárabes en Occidente. Queda para otro momento responder a la segunda: ¿cuál es el sentido de la medina?

En definitiva, el volumen hace algo más que rellenar un hueco en la investigación de la arquitectura del Magreb durante los siglos XVI y XVII. La gran variedad de temas tratados profundiza en el conocimiento de un catálogo monumental cuya estética y propuestas tipológicas no serían entendibles sin ese pasado compartido por Marruecos y la Península, pero que, al mismo tiempo, marcó el principio del distanciamiento.