Desde mediados del siglo XIX, muchos arabistas e historiadores han hablado de «la España musulmana». En las últimas décadas, varios autores han criticado esta expresión, en la que ven una españolización de al-Andalus fruto del nacionalismo decimonónico. Estas críticas, aun siendo en parte certeras, han impedido advertir que el éxito de la locución «España musulmana» no se debió tanto a la españolización como a la desarabización de al-Andalus. La españolización de al-Andalus ya era habitual antes del siglo XIX: hasta bien entrada esa centuria, bastaba aludir al influjo del clima ibérico para convertir a los árabes en españoles. Lo novedoso en la segunda mitad del XIX fue el triunfo del racialismo. Los caracteres nacionales, hasta entonces vinculados casi siempre a las condiciones geográficas, pasaron a entenderse como producto de la herencia biológica. Y se hizo preciso sostener (con ayuda del antisemitismo «científico») que los pobladores de al-Andalus no fueron de «raza arábiga». Así la «España árabe» se transformó en la «España musulmana».
Since mid-nineteenth century, many Arabists and historians have referred to al-Andalus as a “Muslim Spain”. In the last decades, several scholars have criticized this historiographic tradition, which they see as a Hispanization of al-Andalus resulting from late-nineteenth-century nationalism. Although partly accurate, this criticism has overshadowed the fact that the success of the phrase “Muslim Spain” was not so much due to a Hispanization as to a de-Arabization of al-Andalus. Prior to the nineteenth century, Hispanizing al-Andalus was already a common historiographical practice: referring to the influence of the Iberian climate was enough to turn Arabs into Spaniards. The novelty of the last half of the nineteenth century was the triumph of racialism: national humors, until then attributed to geographical conditions, came to be understood as a product of biological inheritance. Thus, in order to continue Hispanizing al-Andalus, it was necessary to “demonstrate” (with the help of “scientific” anti-Semitism) that its inhabitants were not of “Arabian race”. And so “Arab Spain” became “Muslim Spain”.
La tendencia a españolizar al-Andalus fue habitual entre medievalistas y arabistas hasta mediados del siglo XX, y desde entonces ha sido historiada con cierta frecuencia. Algunos estudios sitúan los inicios de la españolización de al-Andalus en la década de 1860 y, en particular, en los escritos de Francisco Javier Simonet sobre el «elemento indígena» en la cultura andalusí
Recientemente, Santiago Santiño ha esbozado un relato más cabal de los orígenes de este paradigma. En su erudita biografía de Pascual de Gayangos, cuenta Santiño que hacia 1850 aún imperaba en el orientalismo europeo el «discurso ilustrado» sobre el influjo civilizador de los árabes de al-Andalus; que ese discurso entró en crisis en las siguientes décadas, cuando las nuevas teorías sobre arios y semitas devinieron ubicuas y cundió la tendencia a rebajar el «elemento oriental» de la civilización europea y de la misma cultura andalusí; y que esa desorientalización de al-Andalus, común a arabistas de diversa ideología, contribuyó al auge de expresiones como «musulmanes españoles» o «españoles mahometanos» desde los años 60 del siglo XIX
Mi artículo quiere ahondar en estos hallazgos de Santiño, subrayando el papel del racialismo antisemita en la construcción de la idea de la «España musulmana». Quiere también recordar, frente a la historiografía prevalente, que españolizar al-Andalus era ya una vieja costumbre a mediados del siglo XIX.
Es cierto que hasta la década de 1840 apenas se habló de la «España musulmana» o de los «musulmanes españoles». Pero no lo es menos que ya en el siglo XVIII abundaron las referencias a la «España sarracena», la «España árabe», los «sarracenos españoles», los «mahometanos españoles», los «árabes españoles», los «moros españoles», «nuestros moros», «nuestros árabes» … Según el corpus español de Google Ngram Viewer, «árabes españoles» y «España árabe» fueron las más frecuentes de estas expresiones hasta mediados del siglo XIX, cuando entraron en competencia con «musulmanes españoles» y, sobre todo, con «España musulmana», que se destacó sobre las demás en la primera mitad del XX.
Hacia 1850 Modesto Lafuente escribió que el periodo «de la dominación sarracena» se designaba «comúnmente con el nombre de España árabe»
Y es que el auge de la idea de raza a mediados del siglo XIX hizo muy difícil tener a los árabes por españoles. Ya no bastaban las referencias al clima ibérico, o al influjo cultural de los cristianos peninsulares, para afirmar la españolidad de al-Andalus. Ahora se debía sostener que los artífices de la cultura andalusí habían sido racialmente españoles. Para lo cual se recurrió a la muy difundida noción de la inferioridad semítica: si los árabes eran culturalmente incapaces, no cabía atribuirles las maravillas de al-Andalus; solo la intervención de unos indígenas de raza aria podía explicarlas.
Los historiadores del Siglo de Oro, movidos por un evidente patriotismo, cantaron muchas veces la gesta de «los españoles, que en tantos centenares de años habían peleado contra los moros»
En la España de los Austrias, obsesionada por la limpieza de sangre, algunos autores establecieron diferencias raciales entre «moros» y españoles. Juan Cortés Osorio consideró que los árabes eran españoles de patria pero no de nación, puesto que carecían de ciertos rasgos del «genio español», como la constancia o la templanza, que se transmitían «más por la sangre que por la patria»
Por su parte, quienes rechazaban los estatutos de limpieza de sangre, anticiparon a veces la tesis desarabizadora del siglo XIX al insistir en la indiferenciación racial de moriscos y cristianos viejos. El dominico Agustín Salucio escribió hacia 1600 que la entrada de conquistadores árabes a España «no fue en mucha cantidad», de modo que los «moros» españoles fueron en su inmensa mayoría «naturales de la tierra» convertidos al islam
También Ambrosio de Morales afirmó que los «moros» conquistadores de España «no eran bastantes para poblarla». A Morales (como siglos más tarde a Simonet) le interesaba sobre todo destacar el papel de los mozárabes y la pervivencia de los «naturales de la tierra» bajo el «yugo sarracénico»
Por lo general, sin embargo, en tiempos de la Monarquía Hispánica los humores nacionales se vinculaban más a la geografía que a la sangre. Los mismos cantores de la Reconquista consideraban que los sucesores de Pelayo se habían enfrentado a unos «moros ya hechos naturales, y aunque nacidos de gente extranjera y bárbara, ya hijos de nuestra misma España»
En la era de la Ilustración se dijo con frecuencia que hasta el Renacimiento no hubo «más literatura en Europa, que la que, por medio de las escuelas de España, se le había comunicado de los árabes». Ya en los años 40 del siglo XVIII, el benedictino Martín Sarmiento ensalzó la contribución a la literatura europea de los «poetas árabes, de nación españoles»; sostuvo que «las rimas se comunicaron desde el Oriente a España, y de España a toda Europa, juntamente con otras artes y ciencias»; y reclamó «la gloria que de esto se sigue a la España». Sarmiento atribuyó a los «cristianos españoles» sometidos al «yugo mahometano» cierto perfeccionamiento de la «poesía arábiga». Pero dijo también que, para la historia de la literatura española, no importaba «que los españoles fuesen mahometanos, judíos, apóstatas, malos o buenos cristianos, como fuesen singulares en la poesía»
En 1760 el estudioso maronita Miguel Casiri publicó la influyente
Algunos ilustrados europeos aprovecharon el redescubrimiento de al-Andalus para acusar a España de haber extinguido una civilización superior a la suya
En las últimas décadas del siglo XVIII, algunos apologistas de España lamentaron la tendencia a alabar en exceso la cultura andalusí
En el siglo XVIII, en suma, fue habitual afirmar que «cuando la Europa era bárbara» brillaron los «descubrimientos y literatura de los españoles mahometanos»; que los árabes «se hicieron sabios» en España gracias a la «fertilidad de su clima»; que «españoles fueron, o se hicieron, los moros que nos dominaron por más de 700 años, y a nosotros nos pertenece su historia»; y que en Europa «se callan con malicia» las «glorias literarias de España» y, en particular, los «tesoros literarios de nuestros árabes españoles»
La costumbre de hispanizar al-Andalus entró con buen pie en el siglo XIX. A comienzos de esa centuria, un texto de la Real Academia de la Historia decía expresamente:
Los árabes moradores de nuestra Península no pertenecen menos al catálogo de las naciones de España que los numantinos, cántabros, celtiberos y sus demás pueblos primitivos; su número, su poder, su ilustración, su cultura, su influencia en nuestros actuales usos, costumbres, lenguaje, artes y agricultura, hacen más importante y útil el estudio de sus cosas que el de ningún otro de los pueblos antiguos peninsulares
En la primera mitad del siglo XIX, los pioneros del arabismo español contemporáneo subrayaron el influjo arábigo en la cultura española y europea, pero también la singularidad de «nuestros árabes». José Antonio Conde ensalzó la cultura de los «moros españoles» recordando que «después de la expulsión de España los árabes fueron decayendo en su literatura, hasta hallarse en el día en una lastimosa ignorancia»
También los dramaturgos y novelistas románticos distinguieron a los bárbaros orientales y africanos de los «moros» españoles y cultos
Xavier Andreu Miralles ha sostenido últimamente que, en los años 30 y 40 del siglo XIX, los románticos españoles reaccionaron contra el mito de la España oriental difundido por los románticos europeos
Esta rebaja de los aportes árabes llevó a José Amador de los Ríos, influyente historiador del arte y la literatura, a reiterar la vieja tesis de Masdeu sobre el origen hispano-visigodo de los saberes de al-Andalus. Hacia 1843 Amador de los Ríos aún encarecía el influjo arábigo en la cultura europea y atribuía al superior «estado de civilización en que se encontraban los árabes al emprender la conquista de España» su preeminencia «sobre todas las naciones en aquella época»
Amador de los Ríos reseñó en 1854 la
A finales del siglo XIX, algunos historiadores seguían diciendo que, «en pocos años», la «sabia de esta hermosa tierra castellana» había convertido «en artistas, poetas y hombres de ciencia a los mahometanos que en ella se establecieron»
Una idea se había expandido con el siglo: «Race is everything: literature, science, art -in a word, civilization depends on it»
En la segunda mitad del XIX, estas ideas hallaron eco entre españoles de la más diversa ideología. No todos veían en las familias lingüísticas «variedades primitivas en la organización cerebral propia de nuestra especie»
El orientalismo europeo contribuyó notablemente a difundir los tópicos sobre la inferioridad semítica. En 1847 el profesor de la Universidad de Bonn Christian Lassen dedicó algunas páginas de sus
Ese mismo año publicó Ernest Renan la
Para Renan, el islam era uno «des produits les plus purs de l’esprit sémitique». Los árabes habían conservado a través de los siglos unas características totalmente inservibles para «la civilisation moderne». Fieros, individualistas, polígamos y sin sentido de la jerarquía, no eran capaces de crear organizaciones políticas estables, y de ahí que su civilización se hubiera derrumbado tras unos siglos de fugaz resplandor. El pensamiento árabe, subjetivo, monolítico e incapaz de abstracción, no producía verdadera ciencia ni filosofía. La llamada filosofía árabe era, en realidad, filosofía griega escrita en árabe: no había surgido nunca en la península arábiga, sino en «les parties les plus reculées de l’empire musulman, en Espagne, au Maroc, à Samarkand» y, bien lejos de ser «un produit naturel de l’esprit sémitique», representaba «la réaction du génie indo-européen» contra el semitismo y el islam
En
No obstante, en un texto de 1862, tras insistir en que la llamada ciencia árabe «n’avait rien d’arabe», Renan afirmó: «[P]armi ceux que la créèrent, il n’y a pas un vraie sémite; c’étaient des Espagnols, des Persans écrivant en arabe»
En 1861 el orientalista belga Félix Nève juzgó incontestables las teorías de Renan y Lassen sobre «l’absence d’originalité dans la science árabe» y atribuyó a los sirios y a otros cristianos orientales los logros de los primeros siglos de la civilización islámica
Estas ideas se repitieron una y otra vez en la España de la segunda mitad del siglo XIX. En 1858, al prologar el primer libro de Simonet, el historiador del arte Pedro Madrazo afirmó que la civilización de los árabes andaluces no fue «propia sino prestada» de «otras civilizaciones extrañas», como la de los «pueblos de occidente», de quienes tomaron «su espíritu caballeresco»
El arabista José Moreno Nieto dijo en 1864 que el influjo de «civilizaciones más adelantadas» fue necesario para abrir a los árabes a «la ciencia racionalista» y a «cierta cultura espiritual» extraña «a toda la raza semítica». No obstante, aunque consideró la posibilidad de que el suelo español «inspirase a esa raza y sirviese de estímulo constante a su cultura», Moreno Nieto atribuyó las creaciones andalusíes al «genio propiamente árabe»
Siguiendo a Dozy, el también arabista Juan Facundo Riaño afirmó en 1880 que el brillo cultural de al-Andalus no podía deberse a una raza tan deficiente «para el progreso y desarrollo de algunos ramos del saber» como la árabe. Pero no atribuyó ese brillo a la raza española, sino al influjo de pueblos orientales como el sirio y el persa
El único arabista español que entonces discutió mínimamente los tópicos de la inferioridad semítica fue, quizá, Francisco Fernández y González
En las primeras décadas del siglo XIX, historiadores como Barthold Georg Niebuhr y Augustin Thierry transformaron en luchas raciales el conflicto patricio-plebeyo, la conquista normanda de Inglaterra y otros muchos episodios de la historia
Ya en 1831 el hispanista francés Louis Viardot advirtió contra el error de confundir «en un seul peuple les divers peuples d’une même religión». Y subrayó las diferencias entre «la race indigène des Ibères» (sometida a los sucesivos invasores de la Península), «les Arabes, ou Asiatiques» («race supérieure», creadora de las maravillas de «l’Espagne musulmane») y los «Mores, ou Africains» (dominantes tras la irrupción almorávide y culpables del declive de al-Andalus)
En los años 40 el historiador andaluz Miguel Lafuente Alcántara quiso descorrer el «espeso velo» que hasta entonces había impedido percibir que, en los primeros siglos de al-Andalus, los más encarnizados enemigos de los árabes no fueron los reyes cristianos del norte de España, sino los «indígenas» españoles que vivían bajo el yugo de las «razas puras de Arabia». En su opinión, solo la pervivencia incontaminada de las «primitivas razas españolas» explicaba el patriotismo que movió a los mozárabes a sufrir martirio a mediados del siglo IX; a conspirar con los ejércitos cristianos del norte en tiempos de Alfonso el Batallador; y, sobre todo, a unirse a sus hermanos de raza conversos al islam y luchar, bajo el liderazgo Umar ibn Hafsūn, «en guerra de exterminio contra el enemigo común que eran los árabes» a finales del siglo IX y comienzos del X. Esta interpretación de la historia del «país hispano-musulmán» se hizo pronto canónica y (al subrayar que «que el número de familias árabes avecindadas en España fue infinitamente menor que el de las indígenas») contribuyó decisivamente al mito de la «España musulmana»
En 1861 Dozy consagró esta visión de al-Andalus en su
Mais il ne faut pas oublier que ce poète, le plus chaste, et je serais tenté de dire, le plus chrétien parmi les poètes musulmans, n’était pas Arabe pur sang. Arrière-petit-fils d’un Espagnol chrétien, il n’avait pas entièrement perdu la manière de penser et de sentir, propre à la race dont il était issu. Ils avaient beau renier leur origine, ces Espagnols arabisés; ils avaient beau invoquer Mahomet au lieu d’invoquer le Christ, et poursuivre leurs anciens coreligionnaires de leurs sarcasmes: au fond de leur cœur il restait toujours quelque chose de pur, de délicat, de spirituel, qui n’était pas arabe
No extraña que Simonet citara estas palabras en defensa de la «raza española» y su papel en al-Andalus
En sus primeros escritos, el arabista malagueño Francisco Javier Simonet celebró que los árabes hubieran «erigido a España en el centro de una brillantísima ilustración», y les atribuyó muchas de las «instituciones, usos y descubrimientos» que habían sacado a Europa de las «espesas tinieblas» de la ignorancia medieval
En su discurso de investidura como doctor en Filosofía y Letras, publicado en 1867, Simonet dijo que el «injerto» de elementos «antiguos y característicos» de la «nacionalidad» española había mejorado «mucho la raza y gente árabe»; pero aún sostuvo (con Dozy y tantos otros) el carácter «eminentemente arábigo» del «siglo de oro» andalusí
No fue hasta 1868 cuando Simonet expuso acabadamente la tesis que sostendría hasta su muerte: que el «progreso y prosperidad» de la «España sarracena» solo podía explicarse porque «la raza árabe» fue «muy escasa en nuestro país; y así la mayor parte de la población fue siempre española, o sea hispano-romano-gótica». La premisa esencial de esta tesis es que no «todas las razas humanas aparecen en la historia como igualmente capaces de civilización ni dotadas por la naturaleza con semejantes ingenios y condiciones intelectuales». Y, más en concreto, que los semitas son ineptos «para los estudios de reflexión y propiamente filosóficos»; los africanos, carentes de «inteligencia y cultura»; y los indoeuropeos, proclives a la «grandeza literaria en todos los ramos del humano saber»
Algo similar había escrito Juan Valera en un prólogo publicado en 1867: «Siempre he creído que toda gran civilización nace, crece y vive entre los pueblos que llaman de raza indo-germana y, en particular, entre los que habitan en Europa, sobre todo en el Mediodía: en Grecia, Italia, España y Francia». Atento lector de Dozy, Renan y otros orientalistas europeos, Valera se sirvió de sus tesis sobre lo «poco o nada original» de la cultura árabe y sobre la preeminencia «de los pueblos indo-germánicos» para desarabizar y españolizar al-Andalus, sosteniendo (meses antes que Simonet) que, así como en Persia floreció «una cultura indígena y nacional» a «pesar del Corán y a pesar de la conquista mahometana», en España también debió concurrir «el pueblo vencido a la cultura y adelanto de los árabes vencedores». Y que, por tanto, «la poesía y el arte de los árabes nos pertenecen en gran manera; deben más bien llamarse poesía y arte de los españoles mahometanos»
Andando el tiempo Simonet incluiría a Valera en el elenco de autores que avalaban su tesis sobre el influjo de la «raza española» en al-Andalus
Hasta su muerte en 1897, Simonet continuó celebrando que «los modernos orientalistas» europeos (al mostrar cuán poco debía a los árabes «la verdadera civilización») hubiesen arrinconado el romántico «entusiasmo por las letras y cultura arábiga». Las teorías de Dozy y Renan (y las del «célebre indianista» Lassen, a quien citaba indirectamente) le permitían concluir que los logros culturales de al-Andalus redundaban en «gloria y honor» de «la raza indígena, que por medio de sus mozárabes, o sea los cristianos sometidos, y sus mulladíes, o sea los españoles islamizados, introdujo en sus rudos dominadores todas las artes y elementos de civilización que eran compatibles con la ley grosera y bárbara del Corán»
Las ideas de Simonet (asiduo colaborador de la prensa carlista e integrista) hallaron eco en estudiosos conservadores como Aureliano Fernández Guerra o Marcelino Menéndez Pelayo. Fernández Guerra afirmó que «el profundo arabista y elegantísimo escritor Sr. Simonet» había «llevado hasta la evidencia» cómo «la gloria de la cultura hispanoarábiga toca de derecho a los muladíes y mozárabes»
Simonet influyó también en sus adversarios políticos. Su discípulo Francisco Guillén Robles era abiertamente republicano y, si bien no compartía del todo el desprecio de su maestro por las «condiciones de la raza alarbe», sí estaba convencido de que los mozárabes habían inoculado «en sus domeñadores el espiritualismo de su religión y de su raza» y, junto con los muladíes, habían aportado a la «España musulmana» aquellas «tendencias de la raza española que jamás pudieron borrar, por completo, la facilidad del vicio y la corrupción, que nace de la doctrina coránica»
Es preciso recordar que las ideas antisemitas de Renan tuvieron buena acogida entre los demócratas españoles
El krausista Federico de Castro, traductor de Dozy al castellano, elogió los esfuerzos mozárabes por conservar «el espíritu de su raza», atribuyó al «exclusivismo de tribu» la incapacidad de los árabes para «fundirse con las razas que por mucho tiempo dominaron» y juzgó innegable, «después de los trabajos de Simonet y Amador de los Ríos», que «el saber conservado por la escuela isidoriana» capacitó «a los musulmanes para aprovechar los restos de la civilización clásica»
Hacia el fin de siglo se convirtió casi en un tópico afirmar (citando a Renan, Dozy y Simonet) que la mayor parte de al-Andalus estaba formada por españoles que, al convertirse al islam, «se engalanaron de falso abolengo arábigo», pero conservaron «un espiritualismo que no tuvo su cuna en la Arabia ni procedía de los agrestes e incultos riscos del Atlas»
Se ha dicho que, por su desprecio a los árabes, Simonet tuvo escaso apoyo entre los orientalistas de la época
Es posible que Simonet influyera también en Dozy, con quien mantuvo una cordial relación epistolar. En la segunda edición de sus
Julián Ribera y su discípulo Miguel Asín comenzaron a publicar sus investigaciones arabistas en los años 90 del siglo XIX. En ellas revistieron de profesionalismo historiográfico las viejas tesis ilustradas sobre el influjo andalusí en la cultura europea
Ribera y sus discípulos pintaron la «España musulmana» con colores más vivos que los empleados por Simonet; pero no porque fuesen mucho más progresistas que él. Siguieron rechazando el «antropomorfismo» y los «dogmas fatalistas» de la religión islámica
En sus primeras obras, Asín siguió expresamente las tesis de Renan sobre el «carácter específico de la raza semita en frente de la indo-germánica» y (no obstante sus conocimientos de filosofía y teología árabe) repitió sin rebozo lo que «agudamente» había observado el orientalista francés: que a los pueblos semitas «la abstracción les es desconocida; la metafísica imposible»
Siguiendo a Dozy y a otros arabistas decimonónicos, Asín vio tensiones raciales en todos los conflictos internos de al-Andalus. Obras como
Ribera continuó la tradición de considerar a los árabes un pueblo «atrasadísimo en las artes y ciencias» y atribuir el esplendor de la civilización islámica a dos «pueblos de raza aria»: el persa y el español
Para Ribera, «la parte del pueblo español que se convirtió al islamismo» había vivido en situación «semejante a la de los persas, pueblo ario que se islamizó: hablaba lengua aria, se sentía ario y, como tal, filósofo, pensador y artista»
El Sr. Simonet, como otros historiadores, ha ido buscando por indicios externos quiénes, en la España musulmana, son individuos de raza indígena española. Yo pienso que se debe proceder a la inversa: debe considerarse como español a todo el que no pruebe lo contrario, hasta a los mismos que se han jactado de pertenecer a la raza árabe; porque son muchos los que inventaron genealogías árabes para sus familias
Según Ribera, «el semitismo de raza» entró en España «en dosis casi infinitesimal» y pronto se diluyó por la abundancia de «matrimonios mixtos», de modo que hasta «la familia Omeya andaluza, desde la segunda generación, tenía más sangre europea que oriental»
El elemento árabe, repetimos, entró en dosis casi infinitesimal en la química social de los musulmanes españoles. Ahora bien, ese elemento árabe, aunque poco numeroso, trajo una lengua e impuso por su fuerza militar ciertas costumbres y modas asiáticas, una organización política y una religión, y esta se difundió más que la raza. Al aceptarse la religión, vino esta a colorar de tal modo la sociedad andaluza, que todos parecieron árabes, como una pequeña cantidad de anilina roja es suficiente para enrojecer las aguas de un estanque, sin que la composición química de las mismas se llegue a alterar sensiblemente
Los arabistas españoles repitieron estas tesis durante décadas. En un artículo de 1939 Ángel González Palencia afirmó que los estudios de Ribera habían convertido en un axioma que «los moros españoles» no eran «árabes ni berberiscos de raza». Eso sí, la admiración por al-Andalus se limitaba casi siempre a su época clásica: se daba por hecho que la entrada de los almorávides en el siglo XI sí había cambiado «la faz del país», acentuando «el antagonismo entre los elementos étnicos nacionales y los africanos invasores»
En la primera mitad del siglo XX, el mito de la «España musulmana» fue asumido por arabistas franceses como Henri Pérès o Henri Terrasse
En
Sánchez-Albornoz se situó en la tradición de Renan y Dozy al atribuir la irreducible diversidad de los países «islamizados» a los rasgos preislámicos de los «viejos pueblos subyugados» por la «minoría» árabe
Alejandro García Sanjuán cree que Sánchez-Albornoz se distinguió por sostener a la vez dos paradigmas historiográficos contradictorios: el de la «España musulmana» y el de la Reconquista
Para Sánchez-Albornoz, al-Andalus debía su esplendor cultural a la sangre y la herencia española, pero tenía su origen en una «invasión semítica» que (por mínima que fuese) amenazaba la subsistencia de España y de «la cultura y la sobreexcitación habitual de los arios»
Tras la Segunda Guerra Mundial, historiadores y arabistas olvidaron súbitamente a esos arios o indoeuropeos a los que tanto habían elogiado hasta entonces. Tal vez por eso, quienes luego criticaron la idea de la «España musulmana» olvidaron, casi siempre, su esencial componente antisemita.
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